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LA PUA DE PUERCOESPIN
Por Marcelo di Marco
Bajamos del Volkswagen, mamá me apretó
fuerte la mano. Y de nuevo me encontré frente a aquella puerta de madera carcomida,
cargada de herrajes y molduras. Papá usó el llamador con forma de garra: el
timbre estaba sin tapa y el botón colgaba como una araña de los cables sueltos.
Miré el frente de la residencia. La hiedra había avanzado mucho desde la última
vez. Era una pasionaria, de las que bordean las estaciones de tren. Cubría
los balcones, apenas se distinguían las puntas de lanza del enrejado. Volví
a leer las palabras esculpidas en un ángulo inferior de la cornisa, que parecía
venirse abajo en cualquier momento. Me insinuaban intriga y misterio:
C. DE OTRANTO. ARQTO.
Mamá estaba tiesa como un mástil, y su
rigidez iba bien con la sonrisa que siempre usaba cuando visitábamos aquella
ruina.
-Acomodate el moño -me ordenó.
Lo hice, y de pronto oí un crujido que venía más allá de la galería. Alguien
se acercaba. Me puse en puntas de pie y entreví que descorrían la reja del
portal. Era la tía Rózsa. No había suficiente luz, tenía la cara oculta en
las sombras. Bajaba los escalones del vestíbulo con mucho esfuerzo. Podía
adivinar su gesto de fastidio, su expresión amenazadora. Me solté de mamá
y retrocedí un paso. Papá me fulminó con la mirada.
-Vení acá -dijo-, no seas imbécil.
-Obedecé a tu padre -susurró mamá.
Obedecí, y al instante la puerta tembló y la tía Rózsa apareció en el umbral.
-Miklós está en la piecita del fondo, queridos -gruñó, restregándose sus garras
de buitre en un delantal indescriptible-. Si quieren, pueden pasar después.
¿Pasar después? Papá pegó un respingo y mamá se puso seria. Yo me quedé con
la boca abierta: recién habíamos estacionado el Volkswagen, y ya la bruja
nos invitaba a que nos mandásemos a mudar. Pero inmediatamente agregó:
-Pasar por el fondo, digo. No lo tomen a mal...
-Como vos quieras, Rózsa -dijo papá con una sonrisa forzada, y empezó a desabotonarse
el abrigo. Mamá y yo luchábamos con los nuestros.
Aclaro que la tía Rózsa y el tío Miklós no eran mis tíos. Tampoco eran marido
y mujer. Eran hermanos, y gemelos. Pero no se parecían demasiado. Pensé que
era una suerte que el tío Miklós no estuviera a la vista. Con los años, se
había vuelto más espantoso que la tía Rózsa. Su joroba crecía con el tiempo,
o al menos eso era lo que yo imaginaba.
La vieja no nos sacaba los ojos de encima, con los labios apretados y la cara
como espolvoreada de ceniza. Noté que aquellas manchas de tortuga que tanto
me repugnaban se le habían multiplicado desde la última vez. Tenía pústulas
hasta en los brazos, de los que la piel le colgaba como una tela raída. El
olor a naftalina que traíamos en la ropa se incrementaba por el calor: habían
encendido la estufa a leña, de hierro, orgullo del tío Miklós, quien la construyó
con sus propias manos décadas atrás. Para mí era horrenda, un cachivache;
pero nunca di mi opinión acerca de esa especie de monstruoso y chisporroteante
escarabajo. Mamá me ayudó con el gabán, y aproveché para pegar un vistazo
alrededor. Quería descubrir de dónde vendría el tío Miklós. Quería anticiparme,
ponerme a resguardo del jorobado.
-¿En qué anda ahora el tío? -preguntó mamá, como si me hubiera leído la mente.
-Con sus cosas -dijo la bruja, y su aliento a verdura podrida llegó hasta
mí-. Ya sabés.
-Ya sabés... -repitió papá, como diciéndole a mamá que no fuera estúpida,
que le siguiera la corriente-. Ya sabés.
Mamá sonrió, asintió, y me di cuenta de que en realidad no sabía ni medio.
Es que el tío Miklós era un viejo muy reservado. Jamás hablaba de nada. Y
menos de las cosas que hacía en el fondo.
Los grandes se fueron a la cocina. Yo me quedé en un rincón del comedor, sentado
en el sofá cercano a la ventana, atisbando las sombras. De pronto oí un ronroneo
metálico. Miré el cielo y vi nubes alucinantes, rojas de tempestad. El miedo
crecía en mí como un hongo venenoso. ¡El monstruo estaría trabajando con desechos
biológicos en su laboratorio, esquivando retortas y atanores y tachos burbujeantes!
Presté atención a otro ruido: un eco extraño, un reptar fláccido y acuoso.
Algo se aproximaba.
El tío Miklós, pensé.
Se me cortó la respiración, casi no me atreví a darme vuelta.
Era la tía Rózsa, que se asomaba desde el pasillo.
-Querido -me dijo la bruja-, qué andás haciendo acá, tan solito.
Chasqueaba la lengua, parecía un lagarto. Y empezó a acercarse. Un paso. Y
otro. Ya podía oler su aliento nauseabundo. Papá y mamá seguían en la cocina,
seguramente. ¡Pero en ese instante yo los imaginé dentro del horno de la tía
Rózsa, guisándose en su propia sangre!
La vieja me tendía los brazos, sin dejar de avanzar ni de mirarme directo
a los ojos. Advertí un lunar peludo que le colgaba de la pera.
-Vení, Marcelito -dijo-. No es bueno que los chicos anden siempre solos.
Volé hacia el pasillo, aterrorizado. Corrí en la oscuridad a todo lo que daba
y tropecé y tiré al piso no sé qué pesado objeto, tal vez uno de los jarrones
de la bruja. Lo que sea, se había roto en mil pedazos. Me hice un ovillo en
el suelo, temiendo lo peor. Si papá y mamá seguían con vida, me esperaba la
paliza más formidable del mundo. Pero no venía nadie. Fui acostumbrándome
a la penumbra y no tardé en distinguir una puerta. Estalló un trueno espeluznante.
La puerta, entornada, parecía invitarme a la fuga. La abrí. Percibí un olor
a humedad, a encierro. Un relámpago me permitió ver el principio de una escalera.
Imaginé que subiría hasta perderse en las entrañas del caserón. Una luz muy
tenue venía desde arriba. Súbitamente resonó en la oscuridad el vozarrón de
mi padre:
-¡Marcelo!
-¡Que no te vaya a agarrar! -gritó mamá.
No entendí si se refería a papá, al tío Miklós o a ella misma. Ya habrían
descubierto los restos del jarrón. Opté por subir.
La escalera crujía como un ataúd desvencijado. Aquella espiral de vértigo
era mi única salida. Urgido ante la amenaza, me sujetaba de los polvorientos
barrotes y tomaba impulso escalón tras escalón.
Exhausto, me detuve en un recoveco del vórtice. Jamás me había atrevido a
visitar aquella región de la casa. Pero intuí que el tío Miklós no rondaría
por aquellas alturas. Y cualquier cosa era preferible antes que enfrentar
la cólera de mi padre. Habría subido ya unos doscientos escalones, cuando
sentí una caricia horrible en la boca. Telarañas, pensé, pero al tocarme no
noté nada pegajoso. No eran telarañas. Otra cosa me había rozado en la oscuridad.
Dudé un instante y decidí seguir mi camino. Pisé un nuevo escalón y oí un
chasquido húmedo, un grueso reventón de cucaracha. La luz ya estaba muy cercana,
podía percibir algo, unas sombras.
-¡Marcelo! -rugió la voz de mi padre, lejana entre el fragor de la tormenta.
Contuve un grito, y al avanzar en mi ascenso encontré el lugar de donde partía
la luz que tanto me intrigaba. Venía de una habitación. Empujé la puerta entreabierta,
una corriente de aire me taladró los huesos. Y olí un hedor dulzón, como de
orines empalagosos. Abrí del todo. Pensé en secreciones, en telas empapadas
de exudados. Pensé en inflamaciones de purulencias.
Pensé en el tío Miklós.
Miklós. Nada menos que el monstruo cuyas maquinaciones me tenían encerrado
en aquel castillo.
Y si...
-¿Tío...? -me atreví a llamar en voz muy baja.
Esperé.
Silencio.
Llamé de nuevo:
-¿Tío Miklós?
Nada.
Tomé aliento.
La puerta se cerró a mis espaldas. Tanteé hasta encontrar el picaporte.
No abría.
-¡Mamá, aquí! ¡Aquí, mamá, la escalera!
Nada. Quizás ese era el castigo que mi padre había encontrado para que escarmentara
por lo del jarrón: impedirle a mamá que fuera a socorrerme, a salvarme de
los demonios de la oscuridad.
Sonó un trueno descomunal, la tempestad arreciaba. Empecé a acostumbrarme
a los difusos resplandores. Traté de mirar alrededor. Descubrí el origen de
la mortecina luz: a mi izquierda un candelabro chorreaba cera sobre un mantón.
La atmósfera era tan recargada y asfixiante que las seis velas apenas soltaban
algo de luz amarilla y muerta. Debí taparme la nariz, se incrementaba la pestilencia.
Era como si un muerto estuviese respirado el mismo aire.
Tomé el candelabro y decidí buscar otra salida.
Las velas irradiaban un débil destello ambarino alrededor de mi mano. Caminé
despacio, midiendo cada pisada.
El ruido de la lluvia era soberbio. Pensé en una inundación, pensé en el Volkswagen
de papá alejándose del cordón de la vereda, una errante lanchita gris perla
zarpando en la correntada.
Miasmas. El fulgor de las velas se opacó, me costaba tomar aire. Se me apagaron
dos o tres, pero jamás me hubiera detenido a encenderlas. Nada lograba ver,
cualquier cosa podía estar acechándome en los rincones. Cauteloso, crucé el
lugar en busca de una nueva puerta o de una ventana desde donde pudiera desgarrarme
la garganta a gritos. Y no dejé de sonreír al imaginar a papá chapoteando
tras el Volkswagen con los pantalones arremangados, pidiendo auxilio. Papá
alzando el puño al cielo, mamá intentando tranquilizarlo y su mimado Volkswagen
navegando calle abajo. Papá caería de rodillas en la vereda y un rayo fulminaría
la coronilla de mamá, quien tambaleante giraría hacia mí su cabeza partida
al medio y me dedicaría una humeante sonrisa de un millón de voltios, un luminoso
adiós antes de derrumbarse en los charcos de la calle, carbonizada para siempre.
Me calmé un poco fantaseando semejantes cosas.
Ahora la oscuridad era casi total.
Separé de su soporte la única vela encendida y le apliqué la llama a las demás.
Me salpiqué con la cera, una babosa ardiente que me lamió la piel.
De pronto una mano se cerró en mi cuello.
-Pedazo de animal.
¿Papá?
Papá.
-Pedazo de infradotado -me susurraba al oído, acogotándome, mordiendo cada
palabra-. No hablés, imbécil, no hablés. ¡No hablés o te destruyo! ¡Estúpido!
¡Zángano de mierda! -sentí su garra pegajosa enredándome el cuello, inmovilizándome
como a un cachorro-. ¡No sabés la que te mandaste, idiota! -y me encajó un
bife que me sentó de culo.
Traté de aprovechar la oscuridad, traté de huir como una sabandija que se
oculta en un zócalo. Pero me cayó encima y debí cubrirme la cabeza.
-¡Qué hice! -grité-. ¡Qué hice, papicito!
Sentí un mamporro en la nuca y una fulminante patada en la pierna, pensé que
me había dejado paralítico. En medio del dolor, creí que aquello no estaba
sucediendo. Si lograba no desmayarme y abría los ojos, la realidad volvería.
Pero papá era bien real, y ahora me tenía sujeto del cuello de la camisa.
Y volaba arrastrándome escaleras abajo.
Y todo fue tinieblas para mí.
No sé cuánto tiempo habré estado inconsciente. Cuando desperté, me costó reconocer
las cosas. Oí que alguien lloraba. El aire olía a goulash.
Apareció mamá. Después la bruja. Las dos tenían los ojos colorados.
-Pobre Marcelo -era la voz del tío Miklós, que trituraba el castellano peor
que nunca entre sus labios escamosos.
¡Hipócritas! En aquel tiempo no conocía ese feo término, pero sin duda que
se los hubiera gritado en la cara.
-Papá está afuera -dijo mamá-. Bajo el agua.
Me alegré: aquel "Bajo el agua" -papá con los ojos hinchados, la lengua colgando-
era muy prometedor. Más despabilado, no tardé en darme cuenta.
-Intenta rescatar el coche -arriesgué-. Se le fue con la corriente.
La tía Rózsa se quedó boquiabierta pero mamá no se sorprendió: eran muy comunes
en mí ese tipo de adivinaciones. Hoy también, a pesar -o a causa- de los electroshocks.
-¿Y ahora qué hacemos? -pregunté, aunque ya sospechaba la respuesta.
-Van a tener que quedarse acá -explicó la arpía adelantando el peludo lunar
de su barbilla-. Afuera está imposible. Por suerte vivimos en lo más alto
de la calle.
Me pasaron linimento en la cabeza y en el muslo, donde se había formado un
bruto moretón. Me llevaron en brazos al comedor. Oí la puerta: papá. Se fue
directo a la habitación del tío, en la otra punta de la casona. Ninguno se
atrevió a preguntarle por el Volkswagen.
No paraba de llover.
Al rato estábamos los cinco sentados a la mesa. El horrible tío Miklós servía
vino. La joroba le retemblaba al desplazarse. ¡Advertí pequeñas manchas rojas
en su mano!
Nadie hablaba. Sólo se oía la lluvia.
De pronto papá corrió la silla, se agachó un poco, hizo aparecer algo de la
nada. Lo puso sobre la mesa.
Era una cabeza de mujer.
Cerré los ojos.
-Mirá lo que hiciste con la virgen de la tía -dijo papá con un tono horrible.
La estatua. Y no era cualquier estatua. Era la Virgen.
-Horacio, por favor -dijo mamá.
-La había bendecido Pío XII -papá se detuvo para tomar aliento-. El Santo
Padre en persona la había bendecido.
-Se arregla. -graznaron a dúo los tíos.
-Pedí perdón -me ordenó papá sin llevarles el apunte-. Pediles perdón o te
mato.
Con su mirada mansa, mamá imploraba ese gesto mío.
Y hubo un estrépito, un apocalíptico fogonazo, un relumbrón que barrió con
la luz sucia y enjalbegó con su destello el comedor. Todo -papá encolerizado,
mamá de ojos bajos, los tíos inclinados sobre la mesa como lagartos, la cabeza
de Nuestra Señora, las antiguallas que ornaban aquel vasto aposento-, todo
fue una instantánea escultura de hielo.
Y se cortó la luz.
-¡SEGBA y la puta que te parió! -rugió mi padre-. ¡Lo único que nos faltaba!
Era mi oportunidad para escabullirme antes de que estallara otro relámpago.
Inmediatamente me levanté de la mesa, tiré una silla en mi huida.
-¡¡MARCELO!!
.y a ciegas reboté contra la panza de alguien. Por el olor a rancio supe que
era el tío Miklós. No me equivocaba.
-Vení, Marcelito -dijo en un tono que nunca le había oído. Me pasó una mano
por la nuca, vi las estrellas-. Tengo algo que contarte.
-¡Encerrarlo! -dijo papá-. ¡Eso es lo que habría que hacer con este energúmeno!
¡Otra que cuentitos!
Hoy pienso que, de haber sabido lo que estaba por suceder, papá no hubiese
vacilado en cumplir tal amenaza. Aunque mis ideas, sin ilación, se disparaban
como locas luciérnagas, empezaba a barruntar un plan.
-Vení, vení -insistió el viejo sin hacerle caso a papá.
-Andá, Marce -dijo mamá-. A ver si el tío te da una sorpr.
-. mientras se termina de hacer el goulash te voy a contar una leyenda, Marcelito
-era obvio que tío Miklós no quiso que mamá terminara su frase. ¿Una sorpresa?
¿Qué estarían tramando los grandes?-. Rózsa, traeme la linterna.
La aludida masculló una maldición, le dijo a mamá que vigilara el guiso, abrió
un cajón y le entregó al tío Miklós una linterna. El foco era bastante débil,
pero pudo cortar las tinieblas.
Masticando mi plan -y bastante intrigado, por qué negarlo: ¿de qué sorpresa
habría hablado mamá?-, seguí al horrible viejo a través de vetustos pasillos.
Más cortinados, estatuas en sus pedestales, retratos de ancestros. Al menos
no nos dirigíamos hacia el laboratorio del fondo. Las sombras que creaba la
luz de la linterna lo deformaban todo. Me llamó la atención, sobre una mesa
baja, una estatuilla ecuestre que representaba a un caballero. Creí ver que
su espada en alto traspasaba algo parecido a un gato.
Subimos una breve escalera y penetramos en una recámara. El tío Miklós se
detuvo. Apestaba de olor a momia.
-Teneme la linterna. Enfocá.
Así lo hice, y el tío sacó de su bolsillo una llave. Iluminé mejor, y descubrí
que estábamos frente a un cofre de madera, con un ojo de cerradura al frente
y herrajes en las aristas. Un baúl, más que un cofre.
¿Un ataúd?
Levantó la tapa, que rechinó en sus goznes.
Olor a encierro partió del interior. Al principio, nada descubrí. Me pidió
que iluminara el fondo. Y apareció un objeto delgadísimo, marfileño. Una varita,
pensé. Era lo único que contenía el enorme arcón.
El tío Miklós la levantó del fondo lentamente y la alzó a la altura de mi
mirada. Di un paso atrás.
-No tengas miedo, Marcelo. ¿Sabés que es esto?
Yo no me atrevía a hablar.
-Una púa de puercoespín -explicó el decrépito, sonriente, y me hizo un guiño
cómplice-. Ha pertenecido a la familia por generaciones. Cierto mago le confirió
poderes hace mucho, mucho tiempo, ¿sabés?
Era indudable que aquel jorobado infecto estaba más loco que una cabra.
-¿Y qué se puede hacer con ella, tiíto? -pregunté, dispuesto a seguirle la
corriente, aunque ya adivinaba la utilidad que podría tener aquello. ¿Utilidad?
¡Ya lo creo que la tendría!
Y ahí empezó la lata, una historia de lo más ridícula. Según aquel charlatán,
la púa de puercoespín le había sido obsequiada a su tatarabuelo por "un viejo
lobo de mar" que quería desembarazarse de ella para siempre. No era un objeto
cualquiera: tenía la facultad de cumplirle tres deseos a quien lo poseyera.
Sólo se trataba de apuntar con ese fideo raquítico a la Estrella Polar y formular
la petición en voz alta.
-¿Vos qué le pedirías? -sonrió el tío Miklós, y descubrí que tenía un diente
de oro.
Opté por el silencio.
-Con ella podrás obtener lo que desees -siguió el estúpido, poniendo esa voz
de soñador, ese cantito solemne y mimoso que suelen impostar los partiquinos
de las obras de teatro para chicos. Cada vez lo odiaba más-. Tus más grandes
anhelos se harán realidad, Marcelo querido, si sabes pedir con buen corazón.
Y, sobre todo, si me mando a Estados Unidos, pensé, ya que desde esta ciudad
mugrosa no es posible apuntarle a la Estrella Polar ni con un misil.
-Toma -me dijo, y nótese que me hablaba de tú, igual que en las películas-.
Aquí la tienes. Es para ti -me la entregó como quien dona una reliquia-. Haz
buen uso de ella. Pero debo advertirte que sólo podrás usarla cuando cumplas
doce años. Antes no, ¿eh?
Me di cuenta de que se estaba burlando: cumpliría yo esa edad en apenas dos
días. ¿Sabría, el muy zorro?
Siguió diciendo no sé qué tonterías, algo acerca de la ilusión de la infancia
y demás paparruchas. ¡Como si yo no supiera de sus malévolos experimentos
del fondo! Había dejado de escucharlo: el plan para liberar al mundo de semejante
engendro del mal terminaba de cuajar en mi cabeza.
Volvimos, muñido yo de la púa de puercoespín. Entretanto la olía de punta
a punta, pero no lograba percibir ningún aroma extraordinario.
La cena naufragó en un silencio parcamente interrumpido por opacos monosílabos.
Papá no dejaba de clavarme la mirada. Mamá simulaba disfrutar de la compañía
de los tíos. La tía Rózsa hacía ruido con el goulash, asomaba su lengüita
gris y sorbía los jugos del guiso.
El tío Miklós no sabía la que le esperaba. La púa de puercoespín, al lado
de mi servilleta, soñaba su momento supremo.
-Lindo regalo, mi querido -cloqueó la bruja señalándola con su cuchara, pero
nadie hizo ningún comentario.
-Me gustaría irme a dormir -dije, cuando se levantaban de la mesa.
-Ya, ya -dijo el jorobado-. Para eso se hizo la noche.
-Usted se me va a dormir cuando yo se lo ordene -intervino papá-. Y sin chistar,
¿entendió?
Bajé la cabeza y nada dije. Mis ojos se detuvieron en el aguzado extremo de
la púa. Creí verle un destello.
-Costestale a tu padre -susurró mamá.
-Sí -dije.
-¡SÍ QUÉ!
-Sí, señor.
Dispuso para nosotros la tía Rózsa una recámara horrible, plagada de telarañas.
Eso sí: el tálamo destinado a papá y mamá era enorme, elevado, provisto de
un mosquitero. Yo no había visto jamás nada parecido, salvo en las películas.
Además la bruja nos dejó un candelabro.
Papá y mamá se acostaron vestidos. Los imité.
Puse la púa de puercoespín debajo de la cama, oculta y bien a mano. Era una
lástima que aún no hubiera cumplido los doce.
Papá sopló las velas, y minutos después me hice el dormido. Había aprendido
a respirar con la panza, de manera que el ruido me salía muy natural. Mientras,
paré la oreja.
Papá y mamá discutían acerca de lo mal que se había portado "ese boludo",
discutían acerca de cómo carajo pagarían la chapa del Volkswagen (que había
detenido su acuático descenso contra un árbol de la esquina, según entendí),
discutían acerca de quién de los dos había tenido la estupenda idea de visitar
aquel mausoleo justo en una noche como esa.
-Es que el viejo -cuchicheó mamá-, insistió con lo del regalo. En la semana
no podíamos. Además se rompió todo, pobre tío.
-¿Con qué se rompió todo el pobre tío? -murmuró papá, remedándola.
Acá no entendí bien lo que contestó mamá, pero me enteré enseguida:
-¡Qué regalo ni regalo! -imaginé la nuca de papá, que viraba a un rojo intenso-.
¡Una buena patada en el culo habría que encajarle!
-Bueno, Horacito, vos hoy le diste más de una. Calmate, querés. Y correte
que tenés los pies helados.
-¡Dale nomás, seguímelo apañando!
Mamá refunfuñó un poco.
Al rato estaban los dos profundamente dormidos.
Me levanté, empuñando la púa de puercoespín.
Para buscar mi gabán, me descalcé: jamás mortal alguno ha oído u oirá a quien
camina con las medias puestas. Aplicada al picaporte, mi mano se movió con
lentitud de minutero. La misma meticulosidad empleé al buscar la linterna
en el cajón donde la bruja la había guardado horas antes. Pasé por delante
de su habitación, llegué hasta la puerta del cuarto del tío Miklós gateando,
conteniendo al aliento, aferrando con mis dientes, cual corsario, la púa de
puercoespín. ¡Ah, la inspiración de la infancia!
Al abrir la puerta de aquel antro en que flotaba la pantanosa oscuridad, me
acometió un sentimiento de victoria. ¡Había logrado ocultarle a los grandes
mis acciones y proyectos secretos, liberaría al mundo de esa atrocidad!
Entré, y procedí a hacer lo debido.
El haz de mi linterna iluminó el contorno del brujo, que roncaba ajeno a mi
intromisión.
Levanté la púa y le pedí en voz baja el primer deseo.
Y fue cumplido: limpiamente atravesé el pecho del anciano. Sentí que tío Miklós
temblaba bajo mi peso. Pero fueron sólo unos instantes.
Cuando salí al fondo me recibió el plenilunio, la tempestad había cesado.
Le pegué una revisada a la púa de puercoespín. Saqué mi pañuelo y la dejé
como nueva. Inocente. Ni un rastrito de sangre.
Decidido a cumplir mi faena, crucé directo al laboratorio. ¿Con qué abominaciones
me encontraría allí? ¿Qué engendros me esperaban, venidos de las plutónicas
riberas de la Noche Eterna?
Sólo había un modo de averiguarlo. Excitado, dispuesto a lo que fuese, abrí
la puerta sin dificultad.
El haz de mi linterna parpadeó, pero logré enfocar en torno.
Al principio no comprendí, pero ante mis ojos se extendía una ciudad. Un barrio,
mejor dicho. Todo estaba ahí, revelado por la tenue luz: casas, puentes, edificios,
autos, negocios, árboles. Incluso gente, gente en miniatura. Una gran maqueta
que ocupaba el centro del taller. Y, detenido en su estación, un tren -el
tren más hermoso que yo había visto nunca- esperaba que un niño le diera vida,
dos días después. Un trencito rojo, de madera, las ventanillas de los cinco
vagones pintadas con esmalte plateado. Hasta humo debe echar, pensé. Aunque
jamás lo sabría.
Desenganché la locomotora, la levanté, hice ruidito de motor con la boca.
Preciosa, estaba -debo reconocer que el tío Miklós era muy diestro para esas
cosas. Sentí que se me oprimía el corazón, tal vez por la ostensible humedad
de aquel taller de cuento de hadas.
Mientras volvía a la casa, el fondo se inundó de una luz fulgurante: la luna
llena me sonrió desde la pendiente de la noche. Serena y majestuosa, parecía
adivinar mi futuro de gloria.
La púa de puercoespín. Examiné de nuevo el improvisado estilete, antes de
entrar. Pensé en los tres: pensé en papá, en mamá, en la tía Rózsa. Era una
lástima que apenas me quedasen dos deseos.
(c)Marcelo di Marco (3/01/02)
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